DOS MAESTROS Y MEDIO

 


 

    Se dice que el primer amor nunca se olvida. Mi etapa escolar obligatoria no fue mi primer amor pero tampoco se me olvida. Empecé en ella en 1955. La modélica empresa Iberduero, construía por aquellos años las presas y centrales  de Saucelle y Aldeadávila sobre el lecho del añoso Padre Duero en las majestuosas Arribes dando trabajo a miles de “carrilanos” y vida a una comarca pobre y olvidada. Los trabajadores llegaban desde diversos puntos de España y Portugal y se comentó que algunos hasta huidos de la justicia que veían un buen refugio entre tantos miles de obreros. Eran muy afortunados los que trabajaban en ella por los buenos cuartos que pagaba y lo bien que los trataban. Todo el mundo quería entrar en Iberduero por los pueblos del oeste salmantino. Yo también trabajé para ella los primeros años de 1980 en las Centrales II de Aldeadávila y  Saucelle y disfruté con mi familia de sus encantadoras viviendas del poblado. A pesar de los trabajos duros en los oscuros túneles era feliz trabajando pues me di cuenta que los piropos rimbombantes que durante años echaron a Iberduero los “carrilanos”, eran ciertos pues los comprobé en persona y los vi con mis propios ojos. También gané buenos sueldos.

Por aquellos años 50 estaba también en apogeo el más famoso yacimiento minero de Wolframio de Europa en Barruecopardo, pueblo limítrofe al que yo vivía, y conocido como la “California Charra” por su similitud con la fiebre del oro del Oeste Americano. Mi padre trabajaba en él.

Tanto los “carrilanos” de los saltos de Iberduero como los mineros de Barrueco, llevaban merienda y tal vez influenciado por ésto, la víspera de ir a la escuela también la pedí. En una bolsa de papel de estraza, en la que daba el tendero el kilo de azúcar, mi madre me preparó un trozo de tocino frito emparedado entre dos mendrugos de pan pringados con la grasa de freír el tocino y en el recreo lo comí.

El maestro nos atizaba con varas de almendro. La escuela era mixta y las chicas mayores las embadurnaban con ajo que decían se rompían. Al llegar el maestro  y comprobar de donde provenía el olor preguntó quien había sido. Como callamos pues nos pegó a todos en los brazos escuálidos y en los muslos desnudos por los pantalones cortos y efectivamente se rompían pero no llegamos a saber si era por el pringado de ajo o por la fuerza que lo hacía. A él no le importó porque fue al almendral y trajo otro brazado.

Para hacer la gimnasia nos apoyábamos en un mástil.  Un compañero un día se cayó sobre él y lo partió adrede. Con una navaja de las que tenía el maestro en la mesa y que nos quitaba a nosotros, arregló las puntas astilladas y empezó a pegarnos con estos trozos  que aunque los untábamos con ajo ya no se rompían.

Un día llegó una maestra y se fueron las niñas con ella. No pegaba pero tenía la costumbre de castigarlas escribiendo muchas veces: “No debo hablar en clase”, por ejemplo. Debió esta profesora recriminarle el exceso de palos y empezó a coger la práctica de ella en mandarnos cientos de veces escribir lo que no se debía hacer. Como no había folios ni dinero para comprarlos, lo hacíamos en las hojas de calendarios, en los cartones de las cajas de zapatos y en los papeles de envolver el bacalao.

Había compañeros que abandonaban la escuela por las necesidades de casa y cuidar ovejas. A estos les daba clase por las noches. Yo no le guardo rencor por los palos que recibí, casi siempre por los demás, pues nos enseñó a leer y a escribir y a emplear correctamente las reglas de ortografía. Todo el que no continuó estudios al menos puede bandearse por la vida con lo enseñado por él.

Yo atendí el comedor de unos alumnos en un colegio, los cuidaba en el estudio y de tres a cinco les daba clase de gimnasia a los cuatro cursos de Bachillerato y vigilaba que subieran al autocar que los trasladaba a sus pueblos. Apagaba la luz, candaba las puertas y me dirigía a la mina donde vivía y allí el director me daba clases de quinto de Bachiller a veces ya el hombre en pijama. En la mili el teniente también me mandaba que diera la gimnasia a toda la compañía y les enseñara a saltar el potro y el plinto a los mineros asturianos. De ahí que en el título ponga dos maestros y medio. El medio me considero yo.

En la escuela de Barruecopardo el maestro también nos entrenaba para las competiciones deportivas. Un domingo yo corría en las pistas del Botánico de Salamanca la carrera de 1.500 metros. Participaba también el hermano de un famoso atleta salmantino ya conocido en Europa. Gané yo y con ventaja. Me dieron la copa de campeón pero un alto mandatario del deporte de la ciudad charra le dijo a mi maestro que para no perjudicar al apellido famoso, que en la prensa del día siguiente le pondrían a él primero y a mi segundo. Mi entrenador no se lo podía creer. No era su carácter pero no pudo por menos de tirarle con la copa preparándose un gran revuelo ante caso tan insólito. En el autocar de regreso nos dijo que como lo hiciera, él dimitía y así fue. Bebimos naranja por la copa aquella tarde en el baile y al día siguiente se la regalé aunque no quería. Pasados muchos años, recién casado, me llamó a su domicilio. Me entregaba de nuevo la copa. Dijo que al tener yo ya casa propia que era donde tenía que estar. Cada vez que la veo son recuerdos nostálgicos. Al almendro tampoco le guardo rencor por todo el daño que me hicieron sus ramas. Le he desgranado muchas poesías a él y a su flor y alguna hasta ha sido premiada.

 

                                                                                               

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